En la sociedad actual, la rapidez no solo es un hábito: se ha convertido en un modelo de vida. Se vive corriendo. Corriendo para cumplir con horarios, metas, obligaciones, expectativas. Corriendo para alcanzar un estándar de éxito impuesto, muchas veces, desde afuera. El tiempo ya no se vive, se consume. Y ese ritmo frenético, disfrazado de eficiencia, tiene un precio: la salud.
La velocidad con la que se vive hoy no le da espacio al cuerpo para procesar, a la mente para integrar, ni al alma para descansar. En medio de este torbellino, muchas personas comienzan a experimentar síntomas confusos, enfermedades crónicas o dolencias físicas y emocionales que, en realidad, tienen una raíz común: la desconexión provocada por la prisa constante.